sábado, 26 de septiembre de 2015

LLEVAR EL BALÓN AL TEATRO

Un niño de menos de diez años se acerca al escaparate de una jugueteria con su padre. Cuando los dos están frente a él sumidos en la observación de la amalgama de objetos destinados a la diversión seguramente infantil, escucha de la supuesta voz autorizada una expresión que, aunque debiera haberle hecho sentir, sin embargo le hizo pensar: “¡Que bonito!”. Eso es lo que decía aquella voz paterna señalando un antiguo camión de bomberos en miniatura. El niño que, aunque no se había dado cuenta todavía, era mucho mas capaz de pensar que de sentir, se sorprendió preguntándose que significado tendría aquella palabra aparentemente subjetiva y que según el dedo señalador, respondía claramente a una cuestión formal.

Cuando entró en la jugueteria creyó inconsistente aquella palabra y el dilema semántico había sido sustituido por un dilema mucho mas terrenal sobre que juguete prefería. Los dos dibujaban rostros insatisfechos pero uno era mucho mas interesante que el otro.

Olvidado el dilema original afrontó el problema que de verdad le interesaba: tener que decidir que juguete le iba a proporcionar mas diversión. El niño, naturalmente malcriado, lo quería todo y sentía una profunda decepción al pensar que al decidirse por un juguete perdería irremediablemente el otro. En el caso de equivocarse en la elección ¡Cuanto tiempo perdido! Y dando por hecho que todos los juguetes tendrían fallos ¿No sería mejor aprovechar lo mejor de cada uno? No pudo decidir, su padre se enfadó y se quedó sin ningún juguete. Desde luego, no era rápido decidiendo.

Tampoco era rápido de palabra. O se podría decir que era anacrónico con las respuestas, así que al cabo de un tiempo indeterminado, en otro lugar, apareció en su cabeza la idea de decirle a su padre: “Déjame usarlo y te diré si es bonito o no”. Con el tiempo llegaría a pensar que la belleza quizá no es una cuestión formal sino semántica.



Cuerpo de hombre, ánimo pueril, su padre le llevó a la Opera. Y encontró satisfacción. Puntualmente pasión, donde alguien encontraba electricidad fluyendo continuamente. Y vio como alguno se inventaba los chispazos disfrazados de jabugo y champán.

Cuerpo adolescente y porte maduro, sus amigos le llevaron al futbol. Allí también encontró satisfacción. No consiguió apasionarse por ningún equipo cuando sus amigos elegían camiseta de por vida. Apasionado con el gol vio como otros escondían allí sus penas en forma de sinrazón.

Y vió, salvo excepciones, que unos eran unos y otros eran otros. Que cuando hablaba de fútbol con “amantes” de la ópera sus palabras eran mal recibidas y cuando hablaba de ópera con sus amigos futboleros las miradas eran raras.

Conoció el ciego elitismo cultural tan propio de su país tanto como el sincrético equivoco futbolero y pensó cuan caliente esta el ánimo de sus compatriotas cuando toman decisiones, ideas formadas en el estomago y no en el cerebro. Tanto de unos y de otros. ¿Sabrían rescatar la belleza de cada espectáculo o estaban ahí por una decisión mal tomada, alargada lo suficiente como para que no tenga vuelta atrás?

Pensó, como cuando Mandela acercó el negro al rugby, que bueno sería, respetando la identidad de cada juguete, mezclarlos. Poder disfrutar de la característica de los dos sin signos de pertenencia. Que de una vez por todas hicieran una buena película de fútbol. Que se viese, como en el Royal en verano, la opera en culotte ciclista. Que el anularado pactase por fin con la melena.

Que, como Don Altobello sus canoli, nos podamos comer unas gallinejas en la ópera y después llevar el balón al teatro