Un
niño de menos de diez años se acerca al escaparate de una
jugueteria con su padre. Cuando los dos están frente a él sumidos
en la observación de la amalgama de objetos destinados a la
diversión seguramente infantil, escucha de la supuesta voz
autorizada una expresión que, aunque debiera haberle hecho sentir,
sin embargo le hizo pensar: “¡Que bonito!”. Eso es lo que decía
aquella voz paterna señalando un antiguo camión de bomberos en
miniatura. El niño que, aunque no se había dado cuenta todavía,
era mucho mas capaz de pensar que de sentir, se sorprendió
preguntándose que significado tendría aquella palabra aparentemente
subjetiva y que según el dedo señalador, respondía claramente a
una cuestión formal.
Cuando
entró en la jugueteria creyó inconsistente aquella palabra y el
dilema semántico había sido sustituido por un dilema mucho mas
terrenal sobre que juguete prefería. Los dos dibujaban rostros
insatisfechos pero uno era mucho mas interesante que el otro.
Olvidado
el dilema original afrontó el problema que de verdad le interesaba:
tener que decidir que juguete le iba a proporcionar mas diversión.
El niño, naturalmente malcriado, lo quería todo y sentía una
profunda decepción al pensar que al decidirse por un juguete
perdería irremediablemente el otro. En el caso de equivocarse en la
elección ¡Cuanto tiempo perdido! Y dando por hecho que todos los
juguetes tendrían fallos ¿No sería mejor aprovechar lo mejor de
cada uno? No pudo decidir, su padre se enfadó y se quedó sin ningún
juguete. Desde luego, no era rápido decidiendo.
Tampoco
era rápido de palabra. O se podría decir que era anacrónico con
las respuestas, así que al cabo de un tiempo indeterminado, en otro
lugar, apareció en su cabeza la idea de decirle a su padre: “Déjame
usarlo y te diré si es bonito o no”. Con el tiempo llegaría a
pensar que la belleza quizá no es una cuestión formal sino
semántica.
Cuerpo
de hombre, ánimo pueril, su padre le llevó a la Opera. Y encontró
satisfacción. Puntualmente pasión, donde alguien encontraba
electricidad fluyendo continuamente. Y vio como alguno se inventaba
los chispazos disfrazados de jabugo y champán.
Cuerpo
adolescente y porte maduro, sus amigos le llevaron al futbol. Allí
también encontró satisfacción. No consiguió apasionarse por
ningún equipo cuando sus amigos elegían camiseta de por vida.
Apasionado con el gol vio como otros escondían allí sus penas en
forma de sinrazón.
Y
vió, salvo excepciones, que unos eran unos y otros eran otros. Que
cuando hablaba de fútbol con “amantes” de la ópera sus palabras
eran mal recibidas y cuando hablaba de ópera con sus amigos futboleros
las miradas eran raras.
Conoció
el ciego elitismo cultural tan propio de su país tanto como el
sincrético equivoco futbolero y pensó cuan caliente esta el ánimo
de sus compatriotas cuando toman decisiones, ideas formadas en el
estomago y no en el cerebro. Tanto de unos y de otros. ¿Sabrían
rescatar la belleza de cada espectáculo o estaban ahí por una
decisión mal tomada, alargada lo suficiente como para que no tenga
vuelta atrás?
Pensó,
como cuando Mandela acercó el negro al rugby, que bueno sería,
respetando la identidad de cada juguete, mezclarlos. Poder disfrutar
de la característica de los dos sin signos de pertenencia. Que de
una vez por todas hicieran una buena película de fútbol. Que se
viese, como en el Royal en verano, la opera en culotte ciclista. Que
el anularado pactase por fin con la melena.
Que,
como Don Altobello sus canoli, nos podamos comer unas gallinejas en
la ópera y después llevar el balón al teatro
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